Moribundo el detective Potes le dijo al coronel
Mera: 'Yo maté a Gaitán'.
Plinio
Apuleyo Mendoza aporta un dato inédito: el hombre a quien el político Plinio
Mendoza Neira, su padre, consideró cómplice de Juan Roa Sierra (acusado de
dispararle el 9 de abril de 1948), confesó su crimen antes de morir.
¿Quién
estaba detrás de Roa Sierra, el asesino de Jorge Eliécer Gaitán? Desde hace más
de 60 años a esta pregunta se le han dado dos distintas respuestas, igualmente
falsas.
La primera de ellas, sustentada desde siempre por la extrema izquierda, afirma
que este crimen fue urdido por la oligarquía y el gobierno de Mariano Ospina
Pérez. La segunda, refrendada incluso por cercanos amigos a quienes suele
ubicárseles en la derecha, acusa al comunismo internacional, cuyo propósito
esencial habría sido el de sabotear la Novena Conferencia Panamericana, reunida
en aquel momento en Bogotá. Fidel Castro, entonces presente en la ciudad,
habría sido uno de los agentes comprometidos en este siniestro complot.
Pues bien, siempre fui depositario de una explicación totalmente ajena a estas
dos versiones y digna de ser tomada en cuenta. Se la escuché muchas veces a mi
padre, Plinio Mendoza Neira, el testigo más cercano del crimen que segó la vida
de Gaitán.
Siempre la guardé en mi mente como una confidencia familiar. Pero sólo ahora un
hecho todavía desconocido por el país parece confirmarla.
Recordemos lo sucedido aquel 9 de abril a la 1 y 5 de la tarde. Mi padre salía
con Gaitán del edificio donde este tenía sus oficinas. Se proponía llevarlo a
almorzar en un restaurante cercano, junto con otros amigos que se encontraban
con él. A Gaitán y mi padre, cercanos amigos desde muy jóvenes, la política los
había vuelto a reunir; gracias a este último, Gaitán había sido reconocido como
jefe único del partido liberal. Mi padre fue designado miembro de su junta
asesora. Como tal, se veían casi todos los días. Sus oficinas estaban situadas
a media cuadra de distancia. Yo, que era entonces un muchacho de apenas 16
años, por cierto fervoroso partidario de Gaitán, junto con mis condiscípulos
del Liceo de Cervantes Camilo Torres y Luis Villar Borda, le solía llevar
textos y transcripciones de sus discursos que registrábamos en nuestra oficina.
Aparece el asesino
Apenas habían traspuesto la puerta del edificio Agustín Nieto, seguidos por
otros amigos, mi padre tomó del brazo a Gaitán y antes de pisar la carrera
séptima alcanzó a decirle: "Tengo que hablarte de un proyecto que nos
conviene poner en marcha". Se refería a la creación de un instituto
llamado Benjamín Herrera, destinado a formar líderes sindicales para el partido
liberal. Pero no pudo decir más, porque en aquel momento, viniendo de la acera
de enfrente, vieron avanzar hacía ellos a un hombre con un revólver en la mano.
Pequeño, mal trajeado, con una barba de tres días ensombreciéndole el rostro y
una mirada llena de odio, alzó el arma e hizo tres disparos.
Gaitán, al verlo, había dado una brusca media vuelta intentando regresar al
edificio, de ahí que los disparos lo alcanzaran en la cabeza y la espalda. Cayó
sobre el andén. El asesino, posteriormente identificado como Juan Roa Sierra,
había bajado el arma como si quisiera disparar un tiro de gracia. Mi padre,
entonces, alargó su brazo como buscando arrebatarle el arma.
Roa Sierra la levantó velozmente hacía él e hizo un cuarto disparo que por
milagro no lo mató. La bala perforó su sombrero y se clavó en una pared del
edificio. Ese sombrero, con la huella del impacto, se guardó en casa por muchos
años.
Roa Sierra retrocedía lentamente, siempre con el arma en la mano, cuando
ocurrió algo inesperado. Del café Gato Negro, que estaba a sus espaldas, salió
un hombre corpulento, con sombrero y abrigo negros, que se acercó sin prisa a
él y tranquilamente le quitó el revólver. Luego le hizo señas a dos policías
que estaban en la esquina y les entregó a Roa, quien parecía obedecerle con
docilidad.
Aquel enigmático personaje dejó a mi padre muy sorprendido. No sabía si en su
acción había un frío coraje o más bien complicidad con el asesino. Le extrañó
mucho que no se diera a conocer en la prensa como el hombre que lo había
desarmado.
Los dos policías que tenían a Roa, rodeados de pronto por enfurecidos testigos
del crimen, decidieron empujarlo al interior de la farmacia Nueva Granada, que
estaba detrás suyo. El farmaceuta cerró rápidamente la reja para evitar que la
multitud penetrara en su establecimiento. Empleado o propietario de la
farmacia, a este hombre lo entrevisté dos días después. Fue mi primer trabajo
como precoz jefe de redacción de la revista Reconquista, editada por mi padre.
"Era un hombre muy pequeño y estaba muerto de miedo -me contó el boticario
refiriéndose a Roa-. Como la multitud se había agolpado al otro lado de la
reja, buscaba escaparse corriendo hasta el fondo del establecimiento sin hallar
salida alguna. Temiendo por mi farmacia, yo abrí la reja justo para darle
cabida solo a él y lo lancé fuera. Allí lo mataron a golpes".
El misterio del hombre que logró desarmar a Roa Sierra con suma tranquilidad lo
despejaría mi padre pocos meses después. Miembro de la dirección liberal, se
encontraba una mañana en la sede del partido, en la calle 16 con carrera 9a.,
cuando se empezaron a escuchar afuera los gritos de protesta de una inesperada
muchedumbre. Llamaban traidores a los dirigentes liberales, encabezados por Carlos
Lleras Restrepo, por haber aceptado, en aras de la paz, participar desde la
madrugada del 10 de abril en el gobierno de Ospina Pérez. El ministro de
Gobierno era el propio Darío Echandía. Pese a ello, en muchas regiones del país
seguían produciéndose actos de violencia contra los liberales a cargo de
policías conocidos como chulavitas y de conservadores rasos interesados en
conservar el poder en las elecciones presidenciales previstas para el año 50.
Con sumo valor, mi padre decidió salir al balcón para hablarles a los
manifestantes. Al lado suyo, apareció de pronto su amigo y miembro de la
dirección liberal José Francisco Chaux, quien sin abrir diálogo alguno le gritó
a la multitud: "¡No se dejen engañar! El hombre que está allí abajo,
azuzándolos contra nosotros, es un detective cuya placa de identificación aquí
tengo. Se llama Pablo Emilio Potes y ha organizado a los pájaros del
Valle". Diciendo esto, señalaba a un hombre grande y corpulento con
sombrero y traje oscuro que al oírlo intentaba escabullirse. Mi padre lo
reconoció de inmediato. Era el mismo personaje que había desarmado a Roa
Sierra.
'Yo maté a Gaitán'
A partir de aquel momento, y hasta el final de su vida, mi padre siempre tuvo
la convicción de que Gaitán había sido asesinado con la complicidad de aquel
Potes y de otros miembros del bajo mundo del detectivismo de la época que
buscaban, valiéndose de pájaros y chulavitas, impedir el triunfo de los
liberales. No hay que olvidar que desde 1947 se había desatado contra el
liberalismo en todas las regiones del país (mi padre lo había verificado en
Boyacá, su departamento) una feroz ola de violencia. Gaitán la había visto muy
de cerca. De ahí su famosa Manifestación del Silencio del 7 de febrero -2 meses
antes de su muerte-, poblada de féretros vacíos y banderas negras. Yo la
contemplé desde un balcón de la plaza de Bolívar, al lado de mi padre.
Por cierto, nunca creyó él que el presidente Ospina Pérez y su alto gobierno
estuviesen implicados en el asesinato de Gaitán.
Tampoco que fuese obra del comunismo internacional, con participación de Fidel
Castro. A propósito de este, siempre nos contó que dos días después del 9 de
abril había tenido que ir a la Quinta División de la Policía, en la
Perseverancia, para calmar y desarmar a un grupo de insurrectos que aún
permanecían allí. "En vez de emborracharse, ustedes se han debido
organizar como un grupo armado y colocarse al frente de una insurrección
popular -les dijo-. Ahora es demasiado tarde, están rodeados por el ejército.
He conseguido que los dejen salir sin que nada les ocurra".
También nos dijo: "dos muchachos cubanos, que allí se encontraban, se
acercaron a mí y me dieron la razón. -Quisimos ayudarlos pero no fue posible
-me dijeron-. Uno de esos muchachos tenía puesta una chaqueta de cuero".
Años después, hallándonos con Gabo en Caracas, entrevistamos a Emma Castro,
hermana de Fidel. Había llegado para solicitar apoyo a los revolucionarios que
se hallaban en la Sierra Maestra. Cuando supo que éramos colombianos, nos
regaló una foto que
Fidel y Rafael del Pino, un compañero suyo, se habían tomado en el parque
Santander. Llevaba la fecha del 3 de abril de 1948.
Apenas se la enseñamos a mi padre, reconoció en ella a los dos muchachos
cubanos que había encontrado en el cuartel de la Policía, en la Perseverancia.
Nunca llegué a imaginar que 65 años después de aquel 9 de abril de 1948,
surgiera de manera casi milagrosa, un testimonio capaz de darle vigencia a lo
que mi padre se llevó a la tumba como convicción suya.
En efecto, revisando en días pasados viejos mensajes electrónicos no abiertos,
encontré uno que me estremeció. En un texto titulado "¿Quién mató a
Gaitán?", escrito por el coronel Luis Arturo Mera Castro, se mencionaba
por primera vez a Potes, al famoso Pablo Emilio Potes, el mismo personaje
tantas veces citado por mi padre. En dicho artículo, el coronel Mera revelaba
que el tío de un amigo suyo había sido llamado de urgencia por Potes quien,
moribundo, abandonado en una pocilga de la calle 63 de Bogotá, había sentido la
necesidad de hacerle una extraña confesión.
Textualmente le había dicho: "Por el aprecio que le tengo y para descanso
de mi alma lo mandé llamar. Yo estoy pudriéndome en vida y estoy pagando mi
pecado por el mal tan grande que le hice al país: yo maté a Gaitán".
Nada de esto ha tenido difusión en la prensa. Pero, para mí, fue un informe
estremecedor que no me deja en paz. Confirma lo que mi padre siempre me
aseguró.
Plinio Apuleyo Mendoza
Especial para EL TIEMPO
No hay comentarios:
Publicar un comentario